Era impensable cómo podía haber tanta luz en aquel lugar tan
lúgubre. Luz de sombras la llamaban. La luz que nace de lo más profundo de la
opacidad. Era extraño todo lo que la rodeaba… ella no se inmutó ante ningún estímulo
ajeno a la normalidad de su jodida realidad. Se encontraba impasible a toda
novedad. Hasta que llegó él. El camino hacia otro mundo. Hacia otra realidad. Menos
humana. Mucho más respirable aunque apestaba a humedad y a lugar cerrado… pero se
podía masticar y tragar sin posibles daños colaterales en alguno de los
órganos ya deteriorados y corroídos por la debacle pasada.
Caminar descalza entre cristales se le antojaba tedioso. Ahora
buscaba flores suaves y delicadas que no quería arrancar de su raíz para ponerlas
en un florero y observar su agonía lenta y placentera. El espejo de uno mismo. Algo
había cambiado. O en ese proceso se encontraba. Algo se movía dentro de ella
que no era devastador pero que la removía profundamente. Curiosidad.
Bendita curiosidad que despierta del letargo a cualquier momia. La belleza de la fluidez… la belleza del terremoto que lo mueve todo a tus pies, lo destruye, y hace que vuelvas a construir cada cimiento, ladrillo a ladrillo, puente a puente, losa a losa… oxígeno.
Hoy, ella fuma flores. Y él, bebe por ella la luz de las
cenizas.